Ya para 1795, los estadounidenses consideraban a George Washington como el Patriae pater (el padre de la patria). Con este florido título se reconocía su papel vital en la creación de la República de Estados Unidos de América y la importancia de su labor como primer presidente del país. Washington no solo estableció la legitimidad del nuevo gobierno, sino que también sentó precedentes en lo que concierne al alcance del poder presidencial, incluida la tradición de no continuar en el cargo después de dos términos.

Luego de su incumbencia surgieron dos partidos políticos distintos: el Partido Federalista y el Partido Demócrata-Republicano. Los representantes de los estados (cada quien portador de diversos intereses regionales y económicos) veían las obligaciones del gobierno desde perspectivas distintas, y las rivalidades políticas entre ellos se fueron agudizando a medida que arreciaba el debate en torno al alcance y los límites del poder federal. Luego de la Compra de Luisiana en 1803, la expansión hacia el oeste fue inevitable, y la tarea de organizar ese territorio en nuevos estados dominó la política estadounidense del siglo XIX. En el frente político, el reto principal era un asunto crucial que los fundadores habían reconocido pero no lograron solucionar: la coexistencia de la democracia con la esclavitud.

La era de Andrew Jackson se caracterizó por el florecimiento de la democracia y el desarrollo de la producción y el comercio. Este presidente encarnó la energía cruda de la nación en su expansión hacia el oeste. Fue él quien extendió el electorado a todos los hombres blancos (no solo los terratenientes) con el fin de empoderar al “americano común”. Su énfasis en el individualismo sigue siendo un rasgo distintivo de la sociedad estadounidense, pero su legado ha quedado empañado por su decisión de sacar a los indígenas de sus tierras. Para todos los efectos, la política federal desarrollada por la administración de Jackson hacia los indígenas promulgó el genocidio, y esto ha ensombrecido su reputación como “presidente del pueblo”.

A finales de la década de 1840, en el contexto de un dramático aumento poblacional y crecientes interrogantes sobre los derechos ciudadanos de los afroamericanos, los indígenas y las mujeres, surgió una ola de movimientos reformistas que preparó el camino para intensas luchas partidistas

Para 1850, la esclavitud era un problema moral y político que dividía a la nación. Tras la victoria de Abraham Lincoln en la elección presidencial de 1860, once estados sureños se separaron de la Unión para preservar la esclavitud y su economía. En 1862 Lincoln escribió: “Mi objetivo primordial en esta lucha es salvar la Unión, no es salvar o destruir la esclavitud”. Pero cambió de opinión mientras la Guerra Civil avanzaba. En 1863 emitió la Proclamación de Emancipación para liberar a las personas esclavizadas en territorio confederado.

En su discurso de ese año en Gettysburg, Lincoln abogó por un “renacimiento de la libertad” para restaurar la Unión y transformar la democracia del país. Sin embargo, su asesinato en abril de 1865 impidió que guiara el proceso de reconciliación nacional conocido como Reconstrucción. Andrew Johnson, su sucesor, no logró garantizar los derechos de los cuatro millones de esclavizados recién liberados.

La Reconstrucción concluyó con el Compromiso de 1877, un acuerdo informal que puso a Rutherford B. Hayes en la presidencia a cambio de retirar las tropas federales del sur del país. Desprotegidos, los votantes negros fueron privados de sus derechos, se legalizó la segregación y se agravó la violencia legal y extralegal. A la vez, el historial de pactos incumplidos y campañas militares contra los pueblos nativos por parte de Lincoln y presidentes anteriores siguió planteando retos para los ideales democráticos nacionales.

Fortalecido por las olas de inmigrantes y el capital generado por el industrialismo posterior a la Guerra Civil, ya para la década de 1890 Estados Unidos rivalizaba con las grandes potencias europeas. Sin embargo, el rápido desarrollo de una sociedad rural agraria hacia una urbana industrial creó problemas que amenazaban con destruir el orden social del país. El crecimiento de la clase obrera en las ciudades condujo al surgimiento de hacinados arrabales y de una marginalidad permanente. Las desagradables consecuencias de la expansión parecían traicionar la promesa del sueño americano.

Los industriales, a menudo recurriendo a la violencia, bloqueaban los intentos de los trabajadores de organizarse para luchar por sus derechos. La depresión económica conocida como el Pánico de 1893 causó devastación en todos los niveles de la sociedad, y fue así que diversos grupos de ciudadanos pro reformas comenzaron a cabildear por el bienestar de las clases marginadas. Theodore Roosevelt, quien accedió a la presidencia justo a principios del siglo XX, utilizó sus poderes ejecutivos para estimular el progreso social y económico. Pionero del estilo moderno de gobierno, su legado trascendió sus años en el poder. A partir de 1917, cuando Estados Unidos entró en la Primera Guerra Mundial, la economía prosperó y el país experimentó cambios sociales perdurables, tales como los promovidos por la decimonovena enmienda a la Constitución, que otorgó a las mujeres el derecho al voto.

Franklin D. Roosevelt, único presidente durante más de dos términos (1933–1945), amplió el poder ejecutivo ante el doble reto de la Gran Depresión y la II Guerra Mundial. Su política del Nuevo Trato autorizó la intervención del gobierno en las crisis económicas y sociales debidas a la recesión.

En diciembre de 1941, Estados Unidos entró en la II Guerra Mundial tras el ataque de Japón a Pearl Harbor. Esto, unido al viejo prejuicio del país contra los asiáticos, motivó una orden ejecutiva de Roosevelt que resultó en la encarcelación de 120,000 japoneses y japoneses-americanos inocentes. A la vez, la guerra impulsó la recuperación económica con el aumento de la manufactura.

Tras la muerte de Roosevelt en 1945, Harry R. Truman utilizó armas atómicas para terminar la II Guerra Mundial, factor que ayudó a desatar la Guerra Fría contra la Unión Soviética y el comunismo (1947–1991). El temor a un desastre nuclear impedía el conflicto directo entre las dos superpotencias, pero la meta de frenar el comunismo provocó conflictos en Corea y Vietnam. En Estados Unidos, Truman acabó la segregación en el ejército y Lyndon B. Johnson promovió leyes históricas para abolir la segregación y proteger el derecho al voto. En la década de 1980, Ronald Reagan y George H. W. Bush iniciaron negociaciones con una Unión Soviética debilitada para acabar la Guerra Fría.

Ninguna figura particular caracteriza la era contemporánea, pero los presidentes siguen afrontando conflictos dentro y fuera del país. Desde la epidemia del SIDA, reportada inicialmente en 1981, hasta la pandemia del COVID-19, las batallas por el cuidado médico han impuesto retos a los presidentes y divisiones en el pueblo. Tras los ataques del 9/11, George W. Bush lanzó una “guerra global contra el terror”. Sus sucesores fueron retirando tropas sobre todo de Iraq y Afganistán, pero aumentaron los ataques selectivos con drones, desatando debates sobre las tácticas bélicas no convencionales.

A la vez, las reacciones ante todo asunto, en todo momento, se han hecho instantáneas gracias a las redes sociales y los ciclos noticiosos de 24 horas. Las divisiones partidistas son tan agudas como antes de la Guerra Civil, afectando temas tan amplios como el cambio climático, la inmigración y la privacidad. También persisten polémicas sobre los estados. Puerto Rico como territorio no incorporado es tema de discusión, y en Washington D.C. algunos usan un lema de la Guerra de Independencia (“no al tributo sin representación”) para cabildear por los derechos de los estados.

Los presidentes seguirán adaptándose. Como predijo James Madison, principal arquitecto de la Constitución, “el problema por resolver no es qué forma de gobierno resulta perfecta, sino cuál es menos imperfecta”.

Al final de cada presidencia, la National Portrait Gallery encarga retratos oficiales del presidente y su cónyuge para su colección. Cuando el presidente ya no está en su cargo ni postulado para la reelección, el museo expone los retratos encargados